En primer lugar, la soledad se define como el sentimiento doloroso que surge de la brecha entre las conexiones sociales deseadas y las reales, mientras que el aislamiento social se refiere a la falta objetiva de relaciones sociales suficientes. Alejandra Fuentes-García, académica de la Escuela de Salud Pública de la Facultad de Medicina de la Universidad de Chile, explicó que la soledad no es solo una experiencia emocional individual, sino un fenómeno social complejo: un determinante social emergente de la salud, con impactos comparables a otros factores de riesgo conocidos como la obesidad o el tabaquismo. Proyectores Y subrayó que, si bien puede afectar a personas de todas las edades y contextos, “su impacto es especialmente fuerte en jóvenes, personas mayores, personas con discapacidad y migrantes, asociándose a un mayor riesgo de enfermedades físicas y trastornos mentales”. Por su parte, la doctora Viviana Guajardo, coordinadora de la Estrategia de Salud Mental de la Facultad de Medicina de la Universidad de Chile, complementó que la soledad “es una experiencia emocional, sin que necesariamente una persona se encuentre objetivamente sola”. En cuanto al aislamiento social, señaló que “ocurre cuando alguien tiene pocas relaciones o interactúa poco con otros, aunque no siempre implica sentirse solo, ya que algunas personas disfrutan de la soledad”. Y enfatizó: “La desconexión social (soledad o aislamiento social) es un factor de riesgo para la salud. En el caso de la salud física, hay evidencia de un mayor riesgo de muertes prematuras y enfermedades crónicas como las cardiovasculares, hipertensión y diabetes mellitus”. En términos de salud mental y emocional, se ha descrito un aumento de síntomas depresivos, ansiedad, pensamientos suicidas y autoagresiones. En personas mayores, también se asocia al deterioro cognitivo y al riesgo de demencia. Además, puede afectar la autoconfianza y generar una sensación de menoscabo personal. La relevancia de la conexión social Según Fuentes-García, “la conexión social es una necesidad vital. A lo largo de nuestro curso de vida –desde la infancia hasta la vejez– los vínculos significativos protegen nuestra salud física y mental, fortalecen nuestra resiliencia y nos dan un sentido de pertenencia. Aunque las necesidades de vínculo cambian con el tiempo, nunca desaparecen”. Agregó que “la conexión con otras personas –ya sea con amistades, familia, colegas, comunidades o redes afectivas diversas– tiene efectos concretos y acumulativos en nuestra salud física, mental y social. Las personas más conectadas socialmente viven más años, tienen mejor salud mental, se recuperan más rápido de crisis y se sienten parte de un colectivo mayor”. En la misma línea, la doctora Guajardo explicó que la conexión social es clave durante todo el ciclo vital. “En la infancia y adolescencia, fomenta la empatía, la autoestima y el aprendizaje emocional. En la adultez, actúa como red de contención frente al estrés, el duelo o la sobrecarga laboral. En las personas mayores puede prevenir el deterioro cognitivo y la pérdida de sentido vital”, indicó. ¿Cómo enfrentar la soledad y el aislamiento? Ambas especialistas proponen una serie de medidas para construir sociedades más inclusivas, con sentido de comunidad, y donde la vida colectiva sea valorada. Según Fuentes-García, esto requiere una hoja de ruta que trascienda lo individual: Repensar las formas de vivir, habitar y vincularnos. Diseño urbano inclusivo, con barrios caminables, transporte público accesible y “terceros lugares” como plazas, bibliotecas o cafés que promuevan encuentros informales. Modelos de vivienda que superen el aislamiento, como las residencias colectivas o intergeneracionales, que permitan redes de apoyo, especialmente para personas mayores o jóvenes que viven solos. Políticas laborales que valoren el descanso y la vida social, como una correcta implementación de la Ley de 40 horas. Educación emocional, desde etapas tempranas, que permita conocer y expresar emociones, y establecer vínculos significativos, incorporando además un uso ético y humano de la tecnología. Por su parte, la doctora Guajardo destacó algunas de las recomendaciones entregadas por la OMS: Campañas comunicacionales que promuevan la importancia de las conexiones sociales, adaptadas a las realidades locales. Estrategias comunitarias en lugares de residencia, estudio o trabajo, que incentiven la interacción social. Centros de atención de salud como espacios de fomento de redes de apoyo, además de capacitar a los profesionales para que recomienden actividades comunitarias como medidas de autocuidado. Formación en empatía, escucha activa y gestión emocional en escuelas y universidades. Talleres para personas mayores enfocados en habilidades de comunicación y fortalecimiento de vínculos. Uso de herramientas tecnológicas que favorezcan el contacto cara a cara.
En primer lugar, la soledad se define como el sentimiento doloroso que surge de la brecha entre las conexiones sociales deseadas y las reales, mientras que el aislamiento social se refiere a la falta objetiva de relaciones sociales suficientes. Alejandra Fuentes-García, académica de la Escuela de Salud Pública de la Facultad de Medicina de la Universidad de Chile, explicó que la soledad no es solo una experiencia emocional individual, sino un fenómeno social complejo: un determinante social emergente de la salud, con impactos comparables a otros factores de riesgo conocidos como la obesidad o el tabaquismo. Proyectores Y subrayó que, si bien puede afectar a personas de todas las edades y contextos, “su impacto es especialmente fuerte en jóvenes, personas mayores, personas con discapacidad y migrantes, asociándose a un mayor riesgo de enfermedades físicas y trastornos mentales”. Por su parte, la doctora Viviana Guajardo, coordinadora de la Estrategia de Salud Mental de la Facultad de Medicina de la Universidad de Chile, complementó que la soledad “es una experiencia emocional, sin que necesariamente una persona se encuentre objetivamente sola”. En cuanto al aislamiento social, señaló que “ocurre cuando alguien tiene pocas relaciones o interactúa poco con otros, aunque no siempre implica sentirse solo, ya que algunas personas disfrutan de la soledad”. Y enfatizó: “La desconexión social (soledad o aislamiento social) es un factor de riesgo para la salud. En el caso de la salud física, hay evidencia de un mayor riesgo de muertes prematuras y enfermedades crónicas como las cardiovasculares, hipertensión y diabetes mellitus”. En términos de salud mental y emocional, se ha descrito un aumento de síntomas depresivos, ansiedad, pensamientos suicidas y autoagresiones. En personas mayores, también se asocia al deterioro cognitivo y al riesgo de demencia. Además, puede afectar la autoconfianza y generar una sensación de menoscabo personal. La relevancia de la conexión social Según Fuentes-García, “la conexión social es una necesidad vital. A lo largo de nuestro curso de vida –desde la infancia hasta la vejez– los vínculos significativos protegen nuestra salud física y mental, fortalecen nuestra resiliencia y nos dan un sentido de pertenencia. Aunque las necesidades de vínculo cambian con el tiempo, nunca desaparecen”. Agregó que “la conexión con otras personas –ya sea con amistades, familia, colegas, comunidades o redes afectivas diversas– tiene efectos concretos y acumulativos en nuestra salud física, mental y social. Las personas más conectadas socialmente viven más años, tienen mejor salud mental, se recuperan más rápido de crisis y se sienten parte de un colectivo mayor”. En la misma línea, la doctora Guajardo explicó que la conexión social es clave durante todo el ciclo vital. “En la infancia y adolescencia, fomenta la empatía, la autoestima y el aprendizaje emocional. En la adultez, actúa como red de contención frente al estrés, el duelo o la sobrecarga laboral. En las personas mayores puede prevenir el deterioro cognitivo y la pérdida de sentido vital”, indicó. ¿Cómo enfrentar la soledad y el aislamiento? Ambas especialistas proponen una serie de medidas para construir sociedades más inclusivas, con sentido de comunidad, y donde la vida colectiva sea valorada. Según Fuentes-García, esto requiere una hoja de ruta que trascienda lo individual: Repensar las formas de vivir, habitar y vincularnos. Diseño urbano inclusivo, con barrios caminables, transporte público accesible y “terceros lugares” como plazas, bibliotecas o cafés que promuevan encuentros informales. Modelos de vivienda que superen el aislamiento, como las residencias colectivas o intergeneracionales, que permitan redes de apoyo, especialmente para personas mayores o jóvenes que viven solos. Políticas laborales que valoren el descanso y la vida social, como una correcta implementación de la Ley de 40 horas. Educación emocional, desde etapas tempranas, que permita conocer y expresar emociones, y establecer vínculos significativos, incorporando además un uso ético y humano de la tecnología. Por su parte, la doctora Guajardo destacó algunas de las recomendaciones entregadas por la OMS: Campañas comunicacionales que promuevan la importancia de las conexiones sociales, adaptadas a las realidades locales. Estrategias comunitarias en lugares de residencia, estudio o trabajo, que incentiven la interacción social. Centros de atención de salud como espacios de fomento de redes de apoyo, además de capacitar a los profesionales para que recomienden actividades comunitarias como medidas de autocuidado. Formación en empatía, escucha activa y gestión emocional en escuelas y universidades. Talleres para personas mayores enfocados en habilidades de comunicación y fortalecimiento de vínculos. Uso de herramientas tecnológicas que favorezcan el contacto cara a cara.